Los últimos versos de Machado

Don Antonio abre los ojos y comprueba con desagrado que no se trata de una pesadilla. Hace frío y, desde luego, poco tiene que ver el pequeño pueblo de Colliure con su patio sevillano y su huerto, cuyo limonero todavía es capaz de oler.

Tarda unos segundos en salir del trance.

Sentado en la cama decide hacer lo único que a estas alturas puede protegerle de la vida: recordar. Aunque, francamente, de poco sirve la hermosa anchura de los campos de Castilla cuando se es consciente de que no volverás a pisarlos. No obstante, recuerda. Y lo hace con gusto.

De pronto aparece Leonor, que le besa la frente con gesto cariñoso.

– Hace mucho que no escribes…- le dice.

– Lo sé. Pero, ¡ay mi ánimo! Casi ni despertar puedo…

– No me vengas con esas Antoñito. De peores hemos salido.

– ¿Peores? No sabes la suerte que has tenido al no presenciar cómo tus familiares se asesinan mutuamente con ligereza.

– Déjate de mamarrachadas y escribe algo, anda. Hazlo por mí.

Y se marcha con rapidez.

La aparición de la muchacha le alivia. Después de todo, quizás no esté tan solo como creo, se dice a sí mismo. Pero sabe que ha caído en el derrumbe y que apenas le quedan fuerzas. Puede que sea mejor rendirse pronto, ya que allí arriba esperan Federico y el vasco Unamuno,  con el que no piensa perdonar la partida de dominó que se deben.

También es consciente de que su obra será reconocida. Y merecidamente, dada la cantidad de veces que sus roídos y melancólicos versos le han sujetado a la vida. Desde aquellas ‘Soledades’ hasta su último ‘Guerra’. Dos títulos que resumen a la perfección su situación actual.

Llora. ¿Qué pensaría Guiomar si pudiera verme aquí, muerto de asco y de pobreza?

Se acerca hasta la ventana y, al asomarse, puede ver a algunos españoles aplastados por el peso del destino. Desnudo como un hijo de la mar se topa de bruces con una novedad: ha salido el sol. Una pequeña mueca de confianza asoma. Por un momento cree ver reflejado en el cristal a su amado Mairena.

Se viste, desaliñado e indiferente, como siempre. A pesar de la claridad, el clima es húmedo y frío en el hostal, por lo que decide ponerse el abrigo. De su bolsillo extrae un pequeño folio y un lápiz. Tiene algo escrito, en concreto una frase de Hamlet: ser o no ser.

– Qué haría yo sin ti, Leonor…- dice en voz alta.

Y comienza a escribir.

“Estos días azules y este sol de la infancia”.

Apenas lleva unos segundos cuando de pronto el alma se le encoge. Vuelve a mirar por la ventana y comprueba la triste sospecha: el sol ha desaparecido entre las nubes. Agacha la cabeza. Ha vuelto a perder.

Dobla el folio con sus últimos versos y lo guarda en su bolsillo.

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Platero es Libre

Marzo de 1958. En algún lugar de Andalucía.

El polvo apenas permite distinguir la senda por la que un escuálido coche avanza rumbo al psiquiátrico “Melancolía”. No obstante, el taxista muestra síntomas de conocer el camino a pesar del poco tránsito que parece soportar. Esto le permite comunicarse con su cliente que, desde el asiento de atrás, le escucha con la nostalgia del hijo pródigo.

-Yo no sé por qué le llaman a esto psiquiátrico- comenta el conductor con atrevida ligereza y marcado acento andaluz-  si toda la vida en el pueblo lo hemos llamado manicomio. Y menos aún comprendo ese nombre… Melancolía… pero en qué coño piensan.

Juan Ramón Jiménez esboza una sonrisa cómplice. Con los párpados a media asta, el semblante transmite felicidad. Todo aquello: la sombra de los olivos, la blanca arquitectura, el sol primaveral… todo le resulta enternecedor. Es, en una palabra, feliz. El taxi lo deja en la puerta con su dueño sonriendo por la carrera y la propina. Juan Ramón observa los vetustos muros del sanatorio alzando su cabeza con un movimiento lento y seguro. Ha perdido el miedo y ni siquiera los ojos del Caudillo pueden asustarle.

La puerta se abre y el poeta entra.

Como no podía ser de otra forma, le toca esperar en el jardín. Su rostro es conocido por el personal del Melancolía, por lo que le permiten permanecer en el jardín sin vigilancia. Bueno, ahora solo queda esperar.

El recuerdo de Zenobia ya no le agobia. Ah, amada mía. Tanto tiempo juntos y ahora yo aquí, solo, llevando a cabo esta última locura que ha de abrazarme a la muerte.

Los gritos le sacan de su ensimismamiento. Aquel lugar sigue siendo repugnante. Se atusa el traje, como si aquello le otorgase un gramo de cordura que le diferenciase del resto. Saca el reloj de su bolsillo y se da cuenta de que la aguja se arrastra con una lentitud fuera de lo normal allí dentro.

Se lleva la mano a la barba y observa.

Él es Juan Ramón Jiménez. De lejos, el poeta español más prestigioso del momento. Sus versos sirven de librillo para todo el que venga detrás. Es, prácticamente, un dios en América. Ha sido galardonado recientemente con el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, entre aquellos muros nadie le reconoce. Es más, le miran con la suave inferioridad del loco. Juan Ramón, el ególatra onubense, el juntapalabras triunfador… todo mentira. Pronto comprende que nunca logrará entender la inigualable lucidez de aquellos tipos que, encerrados o no, portan su etiqueta de locos con miedo.

De pronto, la puerta del edificio se abre y por ella sale un médico que, aferrándose al pomo, da paso a su ilustre paciente.

ES ÉL.

El burro Platero levanta su cabeza peluda y, a lo lejos, logra distinguir al bueno de Juan Ramón. Como un resorte sale disparado hacia él. El poeta se incorpora y lo abraza como nunca antes hubo abrazado. Con lágrimas en los ojos, se esmera en rememorar el tacto de su amado jumento.

– Platero…- logra balbucear entre lágrimas-. Platero…

Incluso los médicos, que asisten atónitos a la escena, parecen emocionarse. Solo transcurridos varios minutos consiguen deshacer el abrazo.

– Señor Jiménez, Platero es libre. Pueden marcharse.

Las puertas del psiquiátrico Melancolía se abren para dejar marchar a su ilustre recluso. El anciano y el burro siguen abrazados, llorando. Toman el camino que da a parar al mar.

Por fin, Juan Ramón Jiménez es libre.

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