RAYUELA

Ah, Maga… Mírame aquí, ahora. Estas ropas raídas no esconden el desinterés de quien las viste, completamente superado por esos capítulos de la vida cuyo orden de lectura creyó poder elegir. Pero en este momento, bajo el puente, las horas transcurren lentas y sobre mí pesa la certeza de que la elección no fue la correcta. Porque las elecciones, querida, nunca son las correctas cuando de caminar se trata. Todavía te recuerdo paseando junto al río, cuando ni siquiera la ceniza sobre el otoño de París te destrozaba el rostro.

¿Y qué hay de esta ciudad? Aquellos que, con saña, me recordaban lo difícil que resulta llegar a París olvidaron advertirme de que lo realmente complicado es vivir en París. No son las costumbres ni las gentes. No. Es algo que trasciende lo tangible. Aquí enloquecieron Rimbaud, Baudelaire, Artaud… Aquí enloquecen todos los que intentan buscar entre sus calles algo más que una simple fachada. París está hecha para ser amada, no para amarte.

Por eso, cuando la humedad amenace con destruir mis huesos y este puente ya no sea más un refugio, saldré ahí afuera, a eso que llaman vida, a andar buscándote pero sabiendo que andaré sin encontrarte. Porque algo me dice, Maga, que ya no volverás a hacerte la despistada frente a mi sobrevalorada inteligencia. No hay nada más inteligente que hacer creer al otro que lo es más que tú. Y yo piqué, como un pez que disfruta su muerte sin reconocer la culpa del anzuelo.

Te confieso que siempre odié la culpabilidad que me causa la ausencia de lágrimas cuando tanto daño quisiste hacerme. Porque a veces también te sientes querido cuando consigues provocar sufrimiento. Y tú, amada mía, sólo te has llevado a la boca la indiferencia del perro que ni daña ni es dañado. Así que ódiame. Ódiame con todas tus fuerzas. Porque quizás así consigas echar de menos el cariño que otro pueda darte, aunque se trate de un cariño provocado por un cariño anterior. Y es que, al final, el amor de tu vida no es más que la suma de todos los amores que han dejado en la razón su quemadura.

Déjame despedirme, Maga. El viento arrecia recordándome el calor que perdí por no saber que al frescor y al frío sólo les separa un grado. Quizá dos. Y es en ese grado donde tú te hielas mientras yo me enfrío, sin saber complementar nuestras deficiencias térmicas. Hazme un último favor: encuentra a ese hombre que impida que te abrases.

Yo cumplo mi amenaza y salgo al exterior. A dibujar sobre el pavimento temblorosas líneas que formen una rayuela que consiga saltar sin problemas. Porque esa es mi especialidad, Maga. Esperanzarme con expectativas que cualquiera pueda cumplir.

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Alicia en el País de las Pesadillas

El periodista Yelmo Mambrínez tiene hoy una tarea fascinante. Le han encargado entrevistar a Alicia y no tiene nada que ponerse. Le consta que, a pesar de la edad, sigue siendo hermosa, por lo que no duda en vestir su elegante chaqueta nueva junto a unos vaqueros desgastados de excelente percha. Alicia no acepta fotos, por lo que acude solo a la entrevista con la única ayuda de su inseparable y roñosa grabadora.

El taxi llega puntual al piso del extrarradio en el que vive la protagonista. El telefonillo le alienta. La voz de Alicia, tan ronca como le habían avisado, le hace subir los cinco pisos (sin ascensor) con un punto de desesperación que no le conviene. El sonido del timbre trae consigo el rumor de unos pasos lentos y aparentemente cansados.

Lo que hay al otro lado de la puerta le decepciona.

Tras unos preámbulos rápidos y desdeñosos, toman asiento a moderada distancia uno del otro. Alicia le observa ajustando los ojos, desenmascarando así unas arrugas que Mambrínez nunca imaginó. Tiene el pelo corto y la escarcha empieza a cubrir el otrora majestuoso rubio. Sus dedos índice y corazón de la mano derecha sostienen un Ducados cuya base tiene tatuada una sombra color carmín fruto de un pintalabios de segunda categoría. El paso del tiempo ya no deja lugar a escote.

– ¿Desea una ginebra?- pregunta la anfitriona.

Al negar con la cabeza, el periodista descubre que en el brazo derecho del sillón de Alicia descansa un vaso de ginebra con mucho hielo. Al aferrarse a él para beber (o para vivir), sus manos llevan a cabo un hermoso baile junto a la copa y el cigarro.

– A pesar de todo- susurra Yelmo para sí-, la hija de puta sigue teniendo clase.

En el brazo izquierdo, un gato escuálido y marchito duerme sin prestar atención a su dueña. Nada tiene que ver con el de Cheshire, pero algo le hace sospechar al entrevistador que es uno de los pocos motivos por los que Alicia todavía es capaz de conceder una entrevista. Entrevista que, por cierto, resulta mediocre y decepcionante.

Al parecer, El Sombrerero había fallecido años atrás por culpa de un Prozac mal recetado. Ni siquiera la locura había sido capaz de salvarlo. La Oruga todavía seguía con vida pero sin fuerzas tras una existencia basada en el arrastre. El Conejo Blanco había dejado de creer en Dios, por lo que ya no tenía prisa en llegar a ninguna parte. Solo la Reina de Corazones había conseguido ser feliz gracias a una jugosa jubilación, oculta varios años bajo el colchón de su cama. El cuantioso pellizco le permitía descansar en algún lugar del Caribe.

No sabía por qué, pero Mambrínez se sentía angustiado al escuchar aquel cúmulo de desgracias.

– Ese País del que tanto habláis- llegó a manifestar Alicia- no era más que basura. Un secarral repleto de falsas esperanzas y planes pretenciosos. Sólo la locura y algún desajuste hormonal podían hacer que sobreviviésemos allí. El juego y el alcohol se adueñaron del alma de sus habitantes y ni siquiera el más valiente de todos ellos se atreve a recordar aquella época. Con el paso del tiempo, esa gentuza fue vendiendo sus pertenencias para derrocharlas en cualquier vicio y así llego el fin de lo que algún tarado tuvo la indecencia de llamar «el País de las Maravillas».

Mientras Alicia liquidaba contra la suela de su zapato su cuarto cigarro, Yelmo Mambrínez comprendió que la entrevista había concluido. No obstante, no podría largarse de allí sin haber formulado una última pregunta.

– Antes de irme, contéstame a una cuestión inevitable. Si nadie se atreve a recordar aquel terruño, ¿por qué tú lo rememoras constantemente?

Alicia apuró su ginebra de un trago antes de contestar.

– Fácil, amigo. Porque se trata del único lugar donde he sido feliz.

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