VIRGINIA WOOLF, UN SUICIDIO MELANCÓLICO

Los bolsillos del abrigo de la pequeña Virginia Woolf ya pesaban demasiado desde que su madre se marchó sin despedirse un mayo cualquiera. Allí, a finales del XIX, se inicia una cadena depresiva de cuyo último eslabón se cumplen hoy 75 años. Virginia había decidido acompañar a su madre, pero atrás quedó su obra, magnífica, y el reflejo de una mujer luchadora, capaz de tirar las puertas que el destino se había empeñado en cerrarle.

Tiró abajo la puerta de un recinto literario que no aceptaba a la mujer sin protesta y escándalo, eligiendo para ello ese elegante círculo llamado Bloomsbury; tiró también la puerta del idioma anglosajón, un código muy poco propenso al cambio, renovándolo y enriqueciéndolo; derribó, incluso, la puerta de la sociedad británica, imponiendo su doctrina en asuntos tan hondos como el feminismo o el antisemitismo.

Siglo y medio después, con la comodidad que nos brinda el hecho de haber encontrado parte de ese mundo sin puertas, toca ser consciente de la verdadera trascendencia de Virginia. Pagó de un precio muy alto, sí. Porque el peso del abrigo ya era insoportable el día que Virginia derribó la última puerta: había entrado en el olimpo de la literatura británica para siempre.

LA JUVENTUD Y LA DEPRESIÓN

Ya hemos dicho que la muerte de su madre supone el primer revés para aquella Virginia que todavía no era Woolf. Sin embargo, ya demostraba que de aquella bipolaridad habrían de salir algunos de los párrafos más sublimes de principios de siglo XX. Para entonces ya había tenido tiempo de observar desde la barrera cómo la crema de la intelectualidad victoriana se paseaba por los salones de su casa en Kensington.

Todavía quedaban algunas cicatrices por ocultar antes de refugiarse en su creación literaria. En apenas diez años, Virginia pierde, además de a su madre, a su hermana y a su padre. Es en este punto cuando la idea del suicidio empieza a rondar por su privilegiada cabeza.

En 1904, la depresión ya había cogido la suficiente carrerilla como para arrojar el cuerpo de Virginia por la ventana de su casa en Londres. Salió indemne de aquel episodio, pero los médicos decidieron colgar de su extrañeza una etiqueta de la que ya nunca podría desprenderse. En ella podía leerse claramente su condición de enferma (aún no se había oído hablar del trastorno bipolar). Virginia, tan poco dada a aceptar etiquetas, quiso zanjar el asunto con unos cuantos gramos de Veronal. Este nuevo intento de suicidio tampoco podía evitar que aceptara el papel que se le había asignado dentro del panorama cultural británico.

El libro había acompañado a Virginia durante toda su vida, ejerciendo el papel de cómplice dentro de su atormentada cabeza. En aquella extensa biblioteca heredada de su padre, Virginia jugaba a ser feliz leyendo a La Fayette y a los clásicos ingleses, incluyendo a su queridísimo Shakespeare. Cuando su existencia empezaba a inclinarse, decidió que había llegado la hora de sacar lo que con tanto mimo había cuidado entre aquellas estanterías paternas. Pronto comprendió que habría de pagar un peaje por todo lo que la vida le había quitado. Para pagarlo, eligió imitar a todos aquellos genios que le habían acompañado durante años.

Por si fuera poco, su hermano Adrian le brindó la última llave que necesitaba para abrirse paso dentro de aquella nublada existencia. Se mudó al barrio de Bloomsbury junto a su hermana Vanessa y al propio Adrián, en lo que sería el germen de un movimiento filosófico y literario que abarcaría todo el período de entreguerras europeo. A su alrededor empiezan a pulular personajes como Bertrand Russell, más tarde ganador del Nobel de Literatura, Ludwig Wittgenstein o Leonard Woolf, con el que más tarde contraerá matrimonio.

Ahora Virginia contaba con armas suficientes.

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OBRA Y FEMINISMO

Sus primeros textos aparecen en el suplemento literario de The Times. Por allí también desfilan T. S. Eliot o Henry James, entre otros. Su relación con la crítica no será fácil (aún hoy sigue sin serlo), por eso sus primeras obras apenas hacen ruido. Sin embargo, ya se aprecian en aquellos textos el influjo renovador de la pluma de Virginia. En una época en la que el género novela sufre un lavado de cara general, con Joyce o Proust como estandartes, Woolf empieza a destacar por su narrativa poética, su innovación lingüística y su capacidad para jugar con el tiempo y el espacio.

Su primer éxito llega con «La señora Dalloway», cuando relata las peripecias de Clarissa Dalloway durante un día. No sólo en el tiempo de la novela se asemeja al Ulises. Como en «Al Faro», los pensamientos se suceden sin hilo que los conduzca. Pero, sin lugar a dudas, su mejor novela es «Las olas», donde seis personajes reflexionan alrededor de ciertas teorías filosóficas. La novedad aquí se basa en el estilo narrativo. Woolf ya no utiliza el soliloquio, tan de moda en la época, sino que se decanta por una especie de plegaria, como si el personaje recitara lo que le viene a la mente. Aquí encontramos la mejor cualidad de Virginia Woolf: esa capacidad para moverse con habilidad por un mundo imaginario entre la narrativa y la poesía. Tampoco debemos olvidarnos de sus cuentos y sus ensayos, justamente ponderados cuando la moda Woolf resurgió allá por la década de los setenta.

Pero, a veces, sus párrafos traspasan el mero interés literario. Virginia expuso algunas teorías feministas que servirían para marcar el camino de un movimiento social que se fortalecería años después. Estas teorías alcanzan su punto más alto en «Una habitación propia», un ensayo que trata el tema de la mujer en la novela, defendiendo las capacidades de ésta a lo largo de la historia.

«Ningún humano debería limitar su visión; si nos enfrentamos con el hecho, porque es un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos solas«.

Otro alegato feminista de notable calidad es «Tres guineas». En 1935, Virginia recibió una carta en la que alguien le pedía que explicara por qué se posicionaba en contra de la guerra. La misiva le golpeó de tal manera que tardó tres años en contestar. Pero la respuesta muestra una profundidad tal que terminó editándose y convirtiéndose en este libro, un análisis de los papeles que el hombre y la mujer juegan en el terreno bélico. Para Virginia, la mujer puede evitar el conflicto si se le da la importancia que merece dentro de la cultura y la enseñanza de un país.

Hoy, esta postura parece fácil de adoptar, pero a Virginia le costó una cierta tirantez con crítica y público. Poco le importaba. Su entereza estaba por encima del éxito parcial.

LOS ÚLTIMOS DÍAS

Con las defensas contra la enfermedad destruídas, con un par de recientes fracasos literarios sobre sus hombros y con la Luftwaffe bombardeando media Europa, el tiempo de Virginia Woolf parece agotarse. Su epitafio ya está escrito, lo ha sacado de «Las olas», una de sus obras maestras («Contra ti me alzaré invicta e implacable, oh muerte»).

Unos días antes ya habían encontrado a Virginia empapada, probablemente al haber fracasado en su penúltimo intento de suicidio. Para entonces, ya confundía la realidad con la ficción sin elegir el lado amable de ambos planos. Aquella mañana del 28 de marzo de 1941, fría pero soleada, Virginia Woolf escribió dos cartas.

Una era para su hermana Vanessa.

No puedes imaginarte lo mucho que me ha gustado tu carta, pero siento que he ido demasiado lejos en esta ocasión para que pueda volver. Es lo mismo que la primera vez: todo el tiempo oigo voces, y sé que no puedo superar esto ahora. […] He luchado contra esto, pero ya no puedo más. Virginia.

La otra, para su marido Leonard Woolf.

Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. […] No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. […] No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros. V.

Recorrió el camino que separaba su casa del río apoyada en su bastón, sintiendo el peso de las piedras en su abrigo. Era el mismo peso que llevaba 46 años amenazando su estabilidad. Le plantó cara al río Ouse pero el miedo y la desesperación terminaron por hundir su cuerpo en las profundidades de la enfermedad.

Unos críos encontraron el cadáver de Virginia flotando junto a la orilla del río.

Atrás quedaba una obra extensa y majestuosa, un digno recorrido a través de los dogmas del siglo XX y un nombre que quedará grabado para siempre como sinónimo de fuerza literaria y espiritual.

Virginia sabía que el precio que habría de pagar por derribar aquellos muros resultaría caro. Ella lo había definido mejor que nadie:

«No hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente».

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Reflexiones quijotescas y tristes

El día que me inventé a Dulcinea fue, sin duda, el mejor día de mi vida. Podremos discutir ahora si es conveniente o no para seguir la dieta de salud mental que me han recetado. Pero sepan que cuento con una defensa tan amplia como estoica. Diremos: «Dante también se inventó a Beatriz», y nos quedaremos tan anchos. Escribiremos libros, contaremos historias al raso, beberemos licor de manzana. Ustedes se reirán, es lógico. Pero deben saber que no es fácil vivir siempre mañana, como la hormiga que asesinó a la cigarra porque ésta entorpecía su trabajo. Fue justo en ese momento: la chicharra nos prestó su último estertor y la asesina, lejos de su colonia, se nos hizo mayor. Por tanto, crecer es vivir mañana y enamorarse es ver cómo Beatriz se destruye la vida esnifando quién sabe qué. Pobre Dante. Él no podía imaginar que la humanidad giraba hacia Bocaccio, fornicando como decamerones sin alma. La gente no busca divinas comedias porque no quiere ni oír hablar del infierno, un sabio como él debió intuirlo. Llámalo Decamerón o Cincuenta Sombras de no sé qué, poco importa. Cuando alguien mira dentro quiere ver a otro porque para verse a sí mismo ya tiene bastante con las esquelas de los periódicos. Hubo un tipo que se inventó un poema para honrar a su padre pero no sabía que las coplas iban dedicadas, primero, al propio autor y luego a la generación de hoy, muerta antes de haber sido generada. Y, cuando echan la vista atrás, sólo ven a Dante y a Bocaccio y a Petrarca y al tío de las coplas… tienen que echar la vista adelante, asustados, porque Beatrices hay muchas pero Beatriz sólo una. Yo tardé en contemplar a Dulcinea porque tardé en comprender que las sábanas están ahí para ser ensuciadas. Por todo esto perecieron los autores medievales más célebres. Por todo esto pereceremos todos. Creo que hay tormenta fuera, y por las llanuras de La Mancha ya no dejan transitar a los gigantes como a estos les hubiera gustado. «Hay que llevar un control», les dijeron. Y estos, apesadumbrados, vivieron ayer (que es todavía peor que vivir mañana). ¿Es que acaso no entendemos que para ser molino hay que ser libre? ¿Es que acaso no comprendemos que lo peor es un molino que quiere pero no puede creerse gigante? ¿Qué haremos cuando se extingan? Alguien tiene que salir ahí afuera y explicarle a la gente que hoy, mañana y pasado no son objetos temporales porque «tiempo», según la RAE, implica «duración». Por todo esto, la gente vive mañana. Por todo esto, el día que me inventé a Dulcinea fue, sin duda, el mejor día de mi vida.

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RESACOSO ADÁN

El día que estuvimos a punto de morir fue el mejor día de nuestras vidas. ¿Habría valido la pena pasar por esto sin el recuerdo de aquel mordisco?

Han pasado más de cien vidas desde entonces. Casi un millón de fracasos. Yo, Adán, tan polvo de arcilla, tan moldeable. Aquí me tienes, escuchando discos de Dire Straits y comiendo tomate verde, como un gilipollas que todavía te quiere después de tanto tiempo. Parirás a tus hijos con dolor, dijo aquel tipo. Lo que él no sabía entonces es que la vida es sórdida de entrada, como decía Michi Panero, casi tan jodida como la que nos obligó a creer que vivíamos. No, Eva. No es «por culpa de» sino «gracias a» que hemos llegado hasta aquí. Y sólo tú sabes que hubieras saboreado catorce veces más esa fruta. Porque mañana, cuando ya no queden lágrimas que justifiquen lo sufrido, te quedará el pecado como única razón. Y hemos criado un hijo que es un canalla, otro que es un pánfilo y cien que no son nada. Y a esto mañana lo llamarán «humanidad», y dejarán que se pudra entre sístoles y diástoles que nadie escucha. Y vendrá otro cabrón que te traicionará por treinta monedas de plata o por un piso en el extrarradio, qué más da. Arderán ciudades. Caerán torres con infinitas lenguas. Lapidarán al débil. Todos los que asistan al juicio arrojarán la primera piedra porque es más fácil arrepentirse del daño cometido que del daño que no conseguiste cometer, y en el beso que nos den por la espalda hallaremos encanto. Vale, y todo esto, ¿para qué? Para que todas las epopeyas acaben con un tipo crucificado, un borrón en el calendario y un par de ceros en la cuenta corriente.

¿Sabes qué ocurrirá entonces, Eva?

Que vendrán a ti, a culparte y a maldecirte. Y tú les recibirás con tu sonrisa de medio lado, tu boina calada y tus pantalones desgastados. Será en ese momento, al observar cómo se derrite tu escote fulminante, se deslizan tu cremalleras y se esfuman tus inseguridades, cuando te admiren, desnuda y solícita, para comprender que no es vergüenza lo que sienten sino deseo, pasión, lujuria, hambre. Olvidarán el provecho, amarán el daño. Y volverán las monedas de plata, las crucifixiones.

El día que estuvimos a punto de morir fue el mejor día de nuestras vidas. ¿Habría valido la pena pasar por esto sin el recuerdo de aquel mordisco?

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Cuervos ingenuos

Café Central, 2010.

Madrid.

Era diciembre. Hacía frío y lloviznaba. No consigo recordar qué me llevó hasta allí, sólo sé que nada premeditado. Alguien me dijo una vez que resulta mucho más triste beber de tarde porque antes de las doce nadie ha decepcionado a nadie. No sé, puede ser. El caso es que llegué a la plaza de Santa Ana con un par de cervezas de más y un plan de menos. Podría mostrarme cursi haciendo alusiones a las estatuas que de Lorca y de Calderón han colocado en la plaza. Pero paso. Si él se entera, me pega un tiro.

Entonces recordé que, en los días que preceden a la Navidad, el Krahe solía encerrarse en el Central a recitar sus canciones para quien tuviera a bien escucharlas. Era pronto todavía, pero no se me ocurrió mejor lugar para resguardarme de la lluvia o la nieve o qué sé yo cuántos temporales. Conocía la metodología del mítico Café, así que elegí la zona que consideré idónea para observar al viejo, gintonic en ristre y lanza en astillero. Un tipo contaba historias que no le interesaban a nadie mientras el resto esperaba. Pronto (o, al menos, eso creo), el dueño exigió el pago de la entrada antes de echar el cerrojo. Para entonces, don Javier Krahe ya carraspeaba en el escenario con algún tipo de bebida similar a la mía en la mano.

Me pareció más joven, a pesar de apoyarse en las muletas por alguna lesión reciente. Yo ya lo había visto alguna vez en la Galileo, mas nunca tan cerca como entonces. Reía, porque siempre reía cuando nadie lo observaba. A su lado, su inseparable cuadrilla afinaba los instrumentos (o los acariciaban, tampoco recuerdo). Apenas habían transcurrido diez minutos de recital cuando ya todos los presentes nos habíamos plegado al intelecto de aquel hombre. Con su afilado verbo y su ebria sabiduría no estaba diciendo: «esto, queridos, es lo que nunca os mostraron». Habló de geómetras, de Aquitania, de un tal Ulises y su Odisea. Hubiera cambiado a todos los Homeros del planeta por aquel viejo de la elegante figura.

También pronto (o eso creo) terminó de cantar y la gente comprendió que no quedaba nada más que hacer allí que intentar imaginar la cultura que nunca tuvimos. Yo compré un libro con reflexiones suyas y me dispuse a vaciar en el baño las horas muertas previas al recital. Cuando hube acabado, subí las escaleras y me topé de bruces con él. Como un Quevedo también medio cojo me soltó algún chascarrillo para el que mis meninges no tuvieron respuesta. Como única reacción, tembloroso le acerqué su libro, ahora mío, hasta rozar la pechera.

-Mal sitio para firmar- dijo. Y a fe que lo era, pues las escaleras amenazaban con abalanzarse sobre aquel cuerpo frágil.

Dibujó unas botellas junto a una dedicatoria que siempre llevaré en el corazón. Supongo que le soltaría una sarta de gilipolleces propias del que ha sido sorprendido por algún momento que no ha de olvidar. Poco importa. Se marchó y yo me marché. Jamás pensé que no volvería a escucharlo recitar sus canciones (lo sé, es cursi, pero sabrá perdonarme).

Me largué por Huertas mientras entendía la táctica de aquel viejo: nos mostraba la idea durante un segundo, nos dejaba que la paladeásemos para, después, dejar que se esfumara con la misma elegancia con la que había llegado. Me eché la mano al interior de la trenca. Por suerte, su libro seguía allí.

Adiós, Krahe.

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Tragedia griega

Paris no puede evitar retorcerse al notar cómo un sudor frío le recorre la espalda recordándole inclemente que aquella guerra absurda había comenzado, simple y llanamente, por su culpa. Amaba a Helena con todas sus fuerzas y no se arrepentía en absoluto de haberla raptado, dejando al rey espartano como merecía, es decir, con un palmo de narices, pero ahora tenía que contemplar cómo su hermano Héctor se jugaba la vida frente a ese monstruo homosexual llamado Aquiles.

Como buscando auxilio, vuelve sus pasos y comprueba que Helena sigue allí, tan hermosa como siempre.

“Pase lo que pase, maten o no a mi hermano, siempre me quedará ella…”- se dice a sí mismo esgrimiendo un susurro cómplice.

Mientras, al otro lado de la muralla, Aquiles observa de arriba abajo al enorme y bello príncipe troyano, el famoso Héctor. Pronto comprueba que no le durará demasiado. Si su lesión de talón no da la lata más de lo debido, en un par de minutos habrá terminado con él.

Es entonces cuando recuerda a Patroclo. Su hermoso cabello, su voz dulce… no podrá perdonarlo jamás. ¿Quiénes son estos aldeanos para matar al hombre que más ha querido? Con parsimonia mira a su espalda. El campamento griego ruge, deseoso de sangre. 

Héctor se sabe ganador. La chiquillada de su hermano no justifica la invasión de estos imperialistas, empeñados en someter a cualquiera que no esté de acuerdo con su política centrista. Se mesa los cabellos. Observa al gran héroe.

– ¡Aquiles!- grita. Cuando éste eleva la mirada hacia Héctor, le devuelve un corte de mangas estudiado durante horas.

Justo después de aquel acto de rebeldía, acude a su mente la hermosa Andrómaca. En aquel repugnante lugar, solo y a punto de batallar, todavía puede oler la tersa piel egipcia de su mujer. Es prácticamente adoración lo que siente. Cuando acabe la pelea, no dudará en encerrarse con ella en su cuarto.

En el campamento griego, Agamenón se relame. Siente que por fin podrá conquistar otra colonia, la irremediable Troya. Un lugar perfecto para veranear, donde tendrá al alcance de su mano explotar el sector turístico que, a aquellas alturas de la civilización, tan poco aprovechado estaba.

– No te preocupes, querido hermano- le comenta al rey de Esparta con voz segura y firme-. No voy a dejar que el rapto de tu mujer, la preciosa pero algo suelta Helena, quede impune. Pronto podrás comer musaca más allá de aquellos muros.

– Eso espero, hermano- contesta Menelao-. Eso espero…

Paris desvía por fin su pensamiento de Helena y devuelve la vista al combate. Ha comenzado animado. Su hermano Héctor parece decidido, aunque la apatía de Aquiles le preocupa.

Justo en el instante en que Paris observa desde la muralla cómo Héctor parece alzarse con la victoria, la voz de vaya usted a saber qué diosa susurra algo al oído del ínclito Aquiles.

– Patroclo…- el nombre de su amado corre por las venas de Aquiles.

Segundos después, una espada se clava en el cuello de Héctor. Aquiles no siente nada más allá de la certeza de que su vida será, de ahora en adelante, la de un mercenario. Pero un mercenario victorioso, al fin y al cabo.

El campamento griego estalla en vítores. Mucho se tiene que torcer el partido para no llevarse la victoria. Agamenón aprieta los puños. Tiene a los pueblerinos a punto de caramelo. Pero más alegre todavía se encuentra su hermano, Menelao, imaginando la cantidad de obscenidades que podrá llevar a cabo con Helena cuando ésta vuelva a sus brazos.

Pero la verdadera tragedia se produce al otro lado de los muros troyanos. Desde allí, Paris asiste atónito a la muerte de su hermano, que se desangra como un cerdo rodeado de mirones que disfrutan con los últimos estertores del otrora apuesto heredero de Troya.

Pero lo peor no es la muerte de su hermano. Lo peor es que, en los últimos instantes de aquella malhadada escena, todos los protagonistas deciden que su último recuerdo irá dedicado a lo que tanto aman.

Héctor piensa en Andrómaca.
Aquiles en Patroclo.
Menelao en Helena.
Agamenón en Troya.

Sin embargo, él se gira y con un escorzo torpe evita derrumbarse ante la tensión vivida. Pronto alza la vista y observa a Helena, aquella a la que raptó con astucia, que se mantiene erguida y orgullosa como siempre, sabedora de que la guerra ha estallado gracias a ella.

Es en ese instante cuando cae en la cuenta de que no la ama. Descubre, como el que se golpea de pronto con el mástil de un barco, que todo ha sido un error y que ni siquiera desea el estilizado cuerpo de aquella mujer. Su juventud, risueña y traicionera, le ha jugado una mala pasada: no hay guerra más peligrosa que la que tú has elegido.

Todas las guerras del Mediterráneo acuden, de golpe, a la mente atormentada del joven Paris, haciéndole perder la razón por completo.

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RAYUELA

Ah, Maga… Mírame aquí, ahora. Estas ropas raídas no esconden el desinterés de quien las viste, completamente superado por esos capítulos de la vida cuyo orden de lectura creyó poder elegir. Pero en este momento, bajo el puente, las horas transcurren lentas y sobre mí pesa la certeza de que la elección no fue la correcta. Porque las elecciones, querida, nunca son las correctas cuando de caminar se trata. Todavía te recuerdo paseando junto al río, cuando ni siquiera la ceniza sobre el otoño de París te destrozaba el rostro.

¿Y qué hay de esta ciudad? Aquellos que, con saña, me recordaban lo difícil que resulta llegar a París olvidaron advertirme de que lo realmente complicado es vivir en París. No son las costumbres ni las gentes. No. Es algo que trasciende lo tangible. Aquí enloquecieron Rimbaud, Baudelaire, Artaud… Aquí enloquecen todos los que intentan buscar entre sus calles algo más que una simple fachada. París está hecha para ser amada, no para amarte.

Por eso, cuando la humedad amenace con destruir mis huesos y este puente ya no sea más un refugio, saldré ahí afuera, a eso que llaman vida, a andar buscándote pero sabiendo que andaré sin encontrarte. Porque algo me dice, Maga, que ya no volverás a hacerte la despistada frente a mi sobrevalorada inteligencia. No hay nada más inteligente que hacer creer al otro que lo es más que tú. Y yo piqué, como un pez que disfruta su muerte sin reconocer la culpa del anzuelo.

Te confieso que siempre odié la culpabilidad que me causa la ausencia de lágrimas cuando tanto daño quisiste hacerme. Porque a veces también te sientes querido cuando consigues provocar sufrimiento. Y tú, amada mía, sólo te has llevado a la boca la indiferencia del perro que ni daña ni es dañado. Así que ódiame. Ódiame con todas tus fuerzas. Porque quizás así consigas echar de menos el cariño que otro pueda darte, aunque se trate de un cariño provocado por un cariño anterior. Y es que, al final, el amor de tu vida no es más que la suma de todos los amores que han dejado en la razón su quemadura.

Déjame despedirme, Maga. El viento arrecia recordándome el calor que perdí por no saber que al frescor y al frío sólo les separa un grado. Quizá dos. Y es en ese grado donde tú te hielas mientras yo me enfrío, sin saber complementar nuestras deficiencias térmicas. Hazme un último favor: encuentra a ese hombre que impida que te abrases.

Yo cumplo mi amenaza y salgo al exterior. A dibujar sobre el pavimento temblorosas líneas que formen una rayuela que consiga saltar sin problemas. Porque esa es mi especialidad, Maga. Esperanzarme con expectativas que cualquiera pueda cumplir.

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Alicia en el País de las Pesadillas

El periodista Yelmo Mambrínez tiene hoy una tarea fascinante. Le han encargado entrevistar a Alicia y no tiene nada que ponerse. Le consta que, a pesar de la edad, sigue siendo hermosa, por lo que no duda en vestir su elegante chaqueta nueva junto a unos vaqueros desgastados de excelente percha. Alicia no acepta fotos, por lo que acude solo a la entrevista con la única ayuda de su inseparable y roñosa grabadora.

El taxi llega puntual al piso del extrarradio en el que vive la protagonista. El telefonillo le alienta. La voz de Alicia, tan ronca como le habían avisado, le hace subir los cinco pisos (sin ascensor) con un punto de desesperación que no le conviene. El sonido del timbre trae consigo el rumor de unos pasos lentos y aparentemente cansados.

Lo que hay al otro lado de la puerta le decepciona.

Tras unos preámbulos rápidos y desdeñosos, toman asiento a moderada distancia uno del otro. Alicia le observa ajustando los ojos, desenmascarando así unas arrugas que Mambrínez nunca imaginó. Tiene el pelo corto y la escarcha empieza a cubrir el otrora majestuoso rubio. Sus dedos índice y corazón de la mano derecha sostienen un Ducados cuya base tiene tatuada una sombra color carmín fruto de un pintalabios de segunda categoría. El paso del tiempo ya no deja lugar a escote.

– ¿Desea una ginebra?- pregunta la anfitriona.

Al negar con la cabeza, el periodista descubre que en el brazo derecho del sillón de Alicia descansa un vaso de ginebra con mucho hielo. Al aferrarse a él para beber (o para vivir), sus manos llevan a cabo un hermoso baile junto a la copa y el cigarro.

– A pesar de todo- susurra Yelmo para sí-, la hija de puta sigue teniendo clase.

En el brazo izquierdo, un gato escuálido y marchito duerme sin prestar atención a su dueña. Nada tiene que ver con el de Cheshire, pero algo le hace sospechar al entrevistador que es uno de los pocos motivos por los que Alicia todavía es capaz de conceder una entrevista. Entrevista que, por cierto, resulta mediocre y decepcionante.

Al parecer, El Sombrerero había fallecido años atrás por culpa de un Prozac mal recetado. Ni siquiera la locura había sido capaz de salvarlo. La Oruga todavía seguía con vida pero sin fuerzas tras una existencia basada en el arrastre. El Conejo Blanco había dejado de creer en Dios, por lo que ya no tenía prisa en llegar a ninguna parte. Solo la Reina de Corazones había conseguido ser feliz gracias a una jugosa jubilación, oculta varios años bajo el colchón de su cama. El cuantioso pellizco le permitía descansar en algún lugar del Caribe.

No sabía por qué, pero Mambrínez se sentía angustiado al escuchar aquel cúmulo de desgracias.

– Ese País del que tanto habláis- llegó a manifestar Alicia- no era más que basura. Un secarral repleto de falsas esperanzas y planes pretenciosos. Sólo la locura y algún desajuste hormonal podían hacer que sobreviviésemos allí. El juego y el alcohol se adueñaron del alma de sus habitantes y ni siquiera el más valiente de todos ellos se atreve a recordar aquella época. Con el paso del tiempo, esa gentuza fue vendiendo sus pertenencias para derrocharlas en cualquier vicio y así llego el fin de lo que algún tarado tuvo la indecencia de llamar «el País de las Maravillas».

Mientras Alicia liquidaba contra la suela de su zapato su cuarto cigarro, Yelmo Mambrínez comprendió que la entrevista había concluido. No obstante, no podría largarse de allí sin haber formulado una última pregunta.

– Antes de irme, contéstame a una cuestión inevitable. Si nadie se atreve a recordar aquel terruño, ¿por qué tú lo rememoras constantemente?

Alicia apuró su ginebra de un trago antes de contestar.

– Fácil, amigo. Porque se trata del único lugar donde he sido feliz.

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Romeo y… ¿Julieta?

Las nubes amenazan con ocultar el sol de invierno de la hermosa Verona.  

El astro apenas tiene fuerzas para verse reflejado sobre las aguas del río Adigio. 

La ciudad se despereza a la vez que Romeo, soñoliento y ojeroso, se prepara un vaso de leche que ha de servir como exiguo desayuno. Alguien llama a la puerta del apartamento. Romeo se maldice a sí mismo por haber alquilado una vivienda en el centro pero se toma la molestia de acercarse hasta la entrada.

– ¿Quién coño llama a estas horas?

– Soy Benvolio, tu primo- se escucha al otro lado de la puerta- ¡Abre de una vez!

Romeo obedece y deja pasar a su primo. Éste, abusando de su confianza, se cuela hasta la cocina apropiándose del vaso de leche.

– Joder primo…- le espeta el recién llegado-. Tienes la casa hecha un asco. No hay comida. No hay agua. Esto da pena…

– Si has venido a reprenderme, te aviso que para eso ya tengo al insigne Señor Montesco. Y también te aviso de que a él se lo permito porque es mi padre…

– Precisamente de él vengo a hablarte. Me envía a decirte que tienes una entrevista de trabajo al otro lado de la ciudad, en casa de los Ziboldi.

– ¿¡Los Ziboldi!?- exclama Romeo-. ¡Decir que esos tipos son tiranos es decir poco!

– A mí no me cuentes milongas. Necesitan un chófer y tu apellido bastará para conseguir el puesto. Así que pégate una ducha rápida porque te quiero llamando a la puerta de esos bastardos antes de mediodía.

Ya sin la molesta presencia de su primo, Romeo se acicala con desgana y pone rumbo a la casa de los Ziboldi, sita a las afueras de Verona. Las calles ya son un hervidero, por lo que no tiene problema en mezclarse con la muchedumbre para así pasar desapercibido. No puede dejar de lamentar que, a dos días de su trigésimo cumpleaños, su vida resulte tan repugnante. El clima es frío y las nubes no se retiran.

Pero entonces ocurre. Apenas a unos diez metros de distancia, una hermosa joven camina en la misma dirección que él sin visos de cambiar el rumbo. Romeo frena por miedo a, dada su mayor zancada, alcanzarla.

Su pelo, sedoso y castaño, no deja lugar a la duda. Es ella. Ha transcurrido media vida. Los años se han llevado por delante muchos detalles. Pero, como si el destino pretendiera mostrarse cruel con su ajada figura, de pronto los recuerdos acuden a su atormentada alma y a punto están de hacerle perder el equilibrio.

No la pierde de vista. Su esbelta figura apenas ha cambiado en todos estos lustros. Siguen ahí su cintura de avispa y sus delicados hombros. Acelera el paso para observar si la vida también ha marcado sus facciones. Pero un vistazo le basta para comprender que continúa tan bella como siempre. Sus inolvidables labios le transportan a aquellos maravillosos días en que la verja de la mansión de los Montesco no era obstáculo para el joven Romeo.

Para entonces ya es tarde.

Los recuerdos ya llegan hasta él en manada. Evoca ardientes noches junto a ella, la pasión con la que se amaron. El alcohol corriendo por sus venas. La adrenalina de los duelos donde no solo el honor parecía estar en juego.

Sin duda sigue siendo tan bella como entonces.

Por eso, consciente de que no puede dejar pasar la oportunidad por segunda vez, acelera el paso hasta casi la cabalgada y, agarrando su hombro, consigue detenerla. La joven se gira para reconocer al individuo.

– Buenos días señorita. Cuánto tiempo…

La hermosa doncella lo mira desconcertada.

– ¿Nos conocemos?- replica educadamente.

Entonces Romeo comprende que ni es Julieta ni se le parece. Su corazón pega un vuelco, como si pretendiese escapar. Su ánimo, para entonces, ya está hecho pedazos.

– Perdone. Me ha recordado usted…- hace una pausa para poner los pies en la tierra-. Olvídelo. Y disculpe de nuevo.

Romeo reanuda la marcha ansioso. Se acerca la hora de su entrevista con los Ziboldi y su padre lo matará si no llega a tiempo.

– Simplemente, no fue nuestro momento…- susurra para el cuello de su camisa mientras, para arroparse,  Romeo introduce las manos en los bolsillos de su abrigo.

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Los últimos versos de Machado

Don Antonio abre los ojos y comprueba con desagrado que no se trata de una pesadilla. Hace frío y, desde luego, poco tiene que ver el pequeño pueblo de Colliure con su patio sevillano y su huerto, cuyo limonero todavía es capaz de oler.

Tarda unos segundos en salir del trance.

Sentado en la cama decide hacer lo único que a estas alturas puede protegerle de la vida: recordar. Aunque, francamente, de poco sirve la hermosa anchura de los campos de Castilla cuando se es consciente de que no volverás a pisarlos. No obstante, recuerda. Y lo hace con gusto.

De pronto aparece Leonor, que le besa la frente con gesto cariñoso.

– Hace mucho que no escribes…- le dice.

– Lo sé. Pero, ¡ay mi ánimo! Casi ni despertar puedo…

– No me vengas con esas Antoñito. De peores hemos salido.

– ¿Peores? No sabes la suerte que has tenido al no presenciar cómo tus familiares se asesinan mutuamente con ligereza.

– Déjate de mamarrachadas y escribe algo, anda. Hazlo por mí.

Y se marcha con rapidez.

La aparición de la muchacha le alivia. Después de todo, quizás no esté tan solo como creo, se dice a sí mismo. Pero sabe que ha caído en el derrumbe y que apenas le quedan fuerzas. Puede que sea mejor rendirse pronto, ya que allí arriba esperan Federico y el vasco Unamuno,  con el que no piensa perdonar la partida de dominó que se deben.

También es consciente de que su obra será reconocida. Y merecidamente, dada la cantidad de veces que sus roídos y melancólicos versos le han sujetado a la vida. Desde aquellas ‘Soledades’ hasta su último ‘Guerra’. Dos títulos que resumen a la perfección su situación actual.

Llora. ¿Qué pensaría Guiomar si pudiera verme aquí, muerto de asco y de pobreza?

Se acerca hasta la ventana y, al asomarse, puede ver a algunos españoles aplastados por el peso del destino. Desnudo como un hijo de la mar se topa de bruces con una novedad: ha salido el sol. Una pequeña mueca de confianza asoma. Por un momento cree ver reflejado en el cristal a su amado Mairena.

Se viste, desaliñado e indiferente, como siempre. A pesar de la claridad, el clima es húmedo y frío en el hostal, por lo que decide ponerse el abrigo. De su bolsillo extrae un pequeño folio y un lápiz. Tiene algo escrito, en concreto una frase de Hamlet: ser o no ser.

– Qué haría yo sin ti, Leonor…- dice en voz alta.

Y comienza a escribir.

“Estos días azules y este sol de la infancia”.

Apenas lleva unos segundos cuando de pronto el alma se le encoge. Vuelve a mirar por la ventana y comprueba la triste sospecha: el sol ha desaparecido entre las nubes. Agacha la cabeza. Ha vuelto a perder.

Dobla el folio con sus últimos versos y lo guarda en su bolsillo.

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Platero es Libre

Marzo de 1958. En algún lugar de Andalucía.

El polvo apenas permite distinguir la senda por la que un escuálido coche avanza rumbo al psiquiátrico “Melancolía”. No obstante, el taxista muestra síntomas de conocer el camino a pesar del poco tránsito que parece soportar. Esto le permite comunicarse con su cliente que, desde el asiento de atrás, le escucha con la nostalgia del hijo pródigo.

-Yo no sé por qué le llaman a esto psiquiátrico- comenta el conductor con atrevida ligereza y marcado acento andaluz-  si toda la vida en el pueblo lo hemos llamado manicomio. Y menos aún comprendo ese nombre… Melancolía… pero en qué coño piensan.

Juan Ramón Jiménez esboza una sonrisa cómplice. Con los párpados a media asta, el semblante transmite felicidad. Todo aquello: la sombra de los olivos, la blanca arquitectura, el sol primaveral… todo le resulta enternecedor. Es, en una palabra, feliz. El taxi lo deja en la puerta con su dueño sonriendo por la carrera y la propina. Juan Ramón observa los vetustos muros del sanatorio alzando su cabeza con un movimiento lento y seguro. Ha perdido el miedo y ni siquiera los ojos del Caudillo pueden asustarle.

La puerta se abre y el poeta entra.

Como no podía ser de otra forma, le toca esperar en el jardín. Su rostro es conocido por el personal del Melancolía, por lo que le permiten permanecer en el jardín sin vigilancia. Bueno, ahora solo queda esperar.

El recuerdo de Zenobia ya no le agobia. Ah, amada mía. Tanto tiempo juntos y ahora yo aquí, solo, llevando a cabo esta última locura que ha de abrazarme a la muerte.

Los gritos le sacan de su ensimismamiento. Aquel lugar sigue siendo repugnante. Se atusa el traje, como si aquello le otorgase un gramo de cordura que le diferenciase del resto. Saca el reloj de su bolsillo y se da cuenta de que la aguja se arrastra con una lentitud fuera de lo normal allí dentro.

Se lleva la mano a la barba y observa.

Él es Juan Ramón Jiménez. De lejos, el poeta español más prestigioso del momento. Sus versos sirven de librillo para todo el que venga detrás. Es, prácticamente, un dios en América. Ha sido galardonado recientemente con el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, entre aquellos muros nadie le reconoce. Es más, le miran con la suave inferioridad del loco. Juan Ramón, el ególatra onubense, el juntapalabras triunfador… todo mentira. Pronto comprende que nunca logrará entender la inigualable lucidez de aquellos tipos que, encerrados o no, portan su etiqueta de locos con miedo.

De pronto, la puerta del edificio se abre y por ella sale un médico que, aferrándose al pomo, da paso a su ilustre paciente.

ES ÉL.

El burro Platero levanta su cabeza peluda y, a lo lejos, logra distinguir al bueno de Juan Ramón. Como un resorte sale disparado hacia él. El poeta se incorpora y lo abraza como nunca antes hubo abrazado. Con lágrimas en los ojos, se esmera en rememorar el tacto de su amado jumento.

– Platero…- logra balbucear entre lágrimas-. Platero…

Incluso los médicos, que asisten atónitos a la escena, parecen emocionarse. Solo transcurridos varios minutos consiguen deshacer el abrazo.

– Señor Jiménez, Platero es libre. Pueden marcharse.

Las puertas del psiquiátrico Melancolía se abren para dejar marchar a su ilustre recluso. El anciano y el burro siguen abrazados, llorando. Toman el camino que da a parar al mar.

Por fin, Juan Ramón Jiménez es libre.

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