Romeo y… ¿Julieta?

Las nubes amenazan con ocultar el sol de invierno de la hermosa Verona.  

El astro apenas tiene fuerzas para verse reflejado sobre las aguas del río Adigio. 

La ciudad se despereza a la vez que Romeo, soñoliento y ojeroso, se prepara un vaso de leche que ha de servir como exiguo desayuno. Alguien llama a la puerta del apartamento. Romeo se maldice a sí mismo por haber alquilado una vivienda en el centro pero se toma la molestia de acercarse hasta la entrada.

– ¿Quién coño llama a estas horas?

– Soy Benvolio, tu primo- se escucha al otro lado de la puerta- ¡Abre de una vez!

Romeo obedece y deja pasar a su primo. Éste, abusando de su confianza, se cuela hasta la cocina apropiándose del vaso de leche.

– Joder primo…- le espeta el recién llegado-. Tienes la casa hecha un asco. No hay comida. No hay agua. Esto da pena…

– Si has venido a reprenderme, te aviso que para eso ya tengo al insigne Señor Montesco. Y también te aviso de que a él se lo permito porque es mi padre…

– Precisamente de él vengo a hablarte. Me envía a decirte que tienes una entrevista de trabajo al otro lado de la ciudad, en casa de los Ziboldi.

– ¿¡Los Ziboldi!?- exclama Romeo-. ¡Decir que esos tipos son tiranos es decir poco!

– A mí no me cuentes milongas. Necesitan un chófer y tu apellido bastará para conseguir el puesto. Así que pégate una ducha rápida porque te quiero llamando a la puerta de esos bastardos antes de mediodía.

Ya sin la molesta presencia de su primo, Romeo se acicala con desgana y pone rumbo a la casa de los Ziboldi, sita a las afueras de Verona. Las calles ya son un hervidero, por lo que no tiene problema en mezclarse con la muchedumbre para así pasar desapercibido. No puede dejar de lamentar que, a dos días de su trigésimo cumpleaños, su vida resulte tan repugnante. El clima es frío y las nubes no se retiran.

Pero entonces ocurre. Apenas a unos diez metros de distancia, una hermosa joven camina en la misma dirección que él sin visos de cambiar el rumbo. Romeo frena por miedo a, dada su mayor zancada, alcanzarla.

Su pelo, sedoso y castaño, no deja lugar a la duda. Es ella. Ha transcurrido media vida. Los años se han llevado por delante muchos detalles. Pero, como si el destino pretendiera mostrarse cruel con su ajada figura, de pronto los recuerdos acuden a su atormentada alma y a punto están de hacerle perder el equilibrio.

No la pierde de vista. Su esbelta figura apenas ha cambiado en todos estos lustros. Siguen ahí su cintura de avispa y sus delicados hombros. Acelera el paso para observar si la vida también ha marcado sus facciones. Pero un vistazo le basta para comprender que continúa tan bella como siempre. Sus inolvidables labios le transportan a aquellos maravillosos días en que la verja de la mansión de los Montesco no era obstáculo para el joven Romeo.

Para entonces ya es tarde.

Los recuerdos ya llegan hasta él en manada. Evoca ardientes noches junto a ella, la pasión con la que se amaron. El alcohol corriendo por sus venas. La adrenalina de los duelos donde no solo el honor parecía estar en juego.

Sin duda sigue siendo tan bella como entonces.

Por eso, consciente de que no puede dejar pasar la oportunidad por segunda vez, acelera el paso hasta casi la cabalgada y, agarrando su hombro, consigue detenerla. La joven se gira para reconocer al individuo.

– Buenos días señorita. Cuánto tiempo…

La hermosa doncella lo mira desconcertada.

– ¿Nos conocemos?- replica educadamente.

Entonces Romeo comprende que ni es Julieta ni se le parece. Su corazón pega un vuelco, como si pretendiese escapar. Su ánimo, para entonces, ya está hecho pedazos.

– Perdone. Me ha recordado usted…- hace una pausa para poner los pies en la tierra-. Olvídelo. Y disculpe de nuevo.

Romeo reanuda la marcha ansioso. Se acerca la hora de su entrevista con los Ziboldi y su padre lo matará si no llega a tiempo.

– Simplemente, no fue nuestro momento…- susurra para el cuello de su camisa mientras, para arroparse,  Romeo introduce las manos en los bolsillos de su abrigo.

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