Juana La Cuerda

Las puertas de la cárcel-palacio de Tordesillas se abren dejando ver el descuidado jardín que rodea la casona. Como la memoria de su entrevistada, sin duda aquel lugar permitía soñar con antiguos y resplandecientes tiempos, muy lejanos de aquella podredumbre indigna de una reina. Un tipo escuálido, quizás enfermo dada la palidez de su rostro, le hace pasar con elegantes formas.

– Vengo a entrevistar a doña Juana, la que una vez fue reina de Castilla.

– Aquí no hay ninguna reina- contesta el mayordomo.

Con lentitud cruzan por el sendero de piedra que atraviesa el jardín de cabo a rabo. La maleza apenas deja intuir lo que hay dos metros más allá, pero el joven periodista no tiene miedo a pesar del tétrico ambiente por el que se mueve. A lo lejos, distingue los aullidos con escasa nitidez, aunque sí reconoce al lobo como emisor de los mismos.

– Es duro el invierno aquí, ¿eh?

Pero el mayordomo hace caso omiso a semejante obviedad. La meseta en diciembre se hace insoportable, sobre todo cuando el sol comienza a esconderse, como era el caso. Nuestro periodista, llegado desde Cádiz años atrás, no es capaz de acostumbrarse.

Por fin entran en el ruinoso palacio. Lo primero que le llama la atención son los tapices descolgados. Sin duda, aquel lugar hace tiempo que ya está olvidado por quien en algún momento lo estimó. Quizás, se dijo, también la inquilina.

El suelo, roñoso y húmedo, amenaza con conseguir que con un desliz se parta la crisma, mas con destreza alcanza el estrecho pasillo que lleva hasta las escaleras. Es tanta la estrechez, que puede apoyarse en las paredes para no caer.

Ante la disyuntiva de elegir las escaleras que ascienden o, por el contrario, las que toman el camino del sótano, el silencioso esqueleto se decanta por las segundas. Nuestro periodista no puede dejar de pensar en lo inadecuado de la elección, pues se le antoja poco digno de una reina vivir en la parte más oscura y fría del palacio.

La luz de la vela que porta el mayordomo se detiene al llegar abajo. Una puerta, cerrada y carcomida, les detiene. Sin molestarse en llamar, extrae una llave de su chaquetón y la abre.

Lo que entonces ve nuestro joven protagonista no deja de sorprenderle a pesar de las numerosas descripciones que de tal situación le han dado. Una mujer, toda ella vestida de negro, permanece recostada en el centro de la estancia sin ni siquiera percatarse de la presencia de los dos intrusos.

– Tiene usted quince minutos para entrevistarla. No se demore.

Con rapidez, el demacrado sirviente se aleja escaleras arriba no sin antes haber cerrado de  nuevo la puerta con la misma llave. Sentirse enclaustrado allí junto a Juana, sin posibilidad de escapar, le provoca vértigo. Pero el trabajo es el trabajo, se dice, y en el periódico cuentan con este artículo.

Con sigilo se acerca a la hija de los gloriosos Reyes Católicos que, de espaldas, continúa ajena a su presencia. La rodea extrañado, algo alertado por la posibilidad de que su reacción no sea cabal. Pero lejos de eso, cuando por fin recae en que un joven la mira con interés, devuelve la vista al infinito sin pronunciar palabra alguna.

Decide sentarse junto a ella, a escasos centímetros.

– Hola, Juana. Me llamo Martín, vengo a entrevistarte.

Un gesto con el mentón le apremia a continuar.

– Déjeme decirle, señora, que este se me antoja un lugar repugnante para vivir… y más aún si quien lo hace es una hija de Isabel y de Fernando.

– Eso pregúntaselo a ellos, pues nadie más me mantiene encerrada aquí- susurró, por primera vez, Juana.

– Tu madre murió hace tiempo…- contesta correspondiendo al tuteo.

– ¿Acaso importa? Fernando el Católico no existe, es solo un ganglio de Isabel.

El silencio apremia.

– ¿Crees que tu padre te odia?

– Mi padre se odia a sí mismo. Eso es suficiente.

La rapidez con la que la entrevistada contesta le hace pensar a nuestro reportero que la idea de no traer consigo libreta ha sido equivocada. No obstante, esa facilidad de respuesta demuestra que hay inteligencia en su atormentada cabeza.

– ¿Por qué no intentas salir de aquí? Nadie vigila este lugar.

– ¿Para qué? ¿Qué hay de diferente en la corte? Por lo menos, aquí, los fantasmas los creo yo…

– Vivirías rodeada de lujos…

– ¿Llamas lujos a todos esos tesoros del Nuevo Mundo que ya han matado a más gente que todas las plagas bíblicas juntas? Prefiero que me mate el tiempo, al menos él te avisa poco a poco…

– ¿De verdad piensas en la muerte?

– Solo como algo que resulta trágico cuando no se espera… como ocurrió con Felipe…

Ante tal argumento, el entrevistador no pudo evitar sobresaltarse.

– ¿A ti también te han dicho que he perdido la cabeza por él? Ese cabrón era un mujeriego insufrible. No voy a negar que su muerte me trastornó, como ya te he dicho son las pérdidas inesperadas las que te destruyen poco a poco. Por ejemplo, antes de que tú entraras aquí soñaba con aquellas hermosas clases de danza en Toledo. Sin embargo, tu irrupción me ha privado inesperadamente de seguir evocando aquellos días. Si hubiera sabido que venías, nunca habría recordado tales memeces y ahora no te estaría maldiciendo por interrumpirlas. Como te decía, no te voy a negar que me trastocase la muerte de ese cerdo. Pero eso tiene que ver más con la vida que llevaba: siempre estuvo dirigida y marcada, por lo que cualquier contratiempo ayudaba a destruirme. Es por eso que soy feliz aquí, donde sé que esperaré tranquila mi muerte, sin que nada me sobresalte.

Nuestro protagonista no pudo evitar reflexionar ante semejante perorata.

– Consideras que estás… no sé si decirlo…

– ¿Loca?- ayudó ella.

El joven asiente con la cabeza.

– Por supuesto que no. No puede estar loco quien no piensa. Y yo aquí me limito a dejar la mente en blanco o a soñar con tiempos mejores. Esto último no es lo mismo que pensar, pues todo el mundo sabe que los sueños son inconscientes. Así que como te decía, no está mal de la cabeza quien no la utiliza.

La puerta vuelve a abrirse. La vela del mayordomo aparece para poner fin a la entrevista. Han sido menos de quince minutos, se dice, pero bastará para escribir algo que nadie lea.

Sin despedirse de Juana, el periodista abandona la sala. Quizás un oscuro sótano no es tan mal lugar para una reina. Sin despedirse tampoco del escuálido anfitrión, abandona el palacete con más pena que gloria.

Antes de que se cierren las puertas, echa una última ojeada al jardín. Cualquier tiempo pasado, se dice, fue mejor.

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Alatriste

Mi nombre es Francisco de Quevedo. No, no pido que lo conozcas. Todos los que lo han oído tienen la decencia de huir a su paso, así que me resulta incluso ventajoso este desconocimiento para poder contar esta, la historia del capitán Alatriste.

Lo conocí en algún rincón del siglo XVII, época que algunos etiquetarán erróneamente como Siglo de Oro. Digo erróneamente porque, a estas alturas de la línea cronológica y al contrario que en tiempos venideros, poco o nada tienen que ver el Oro y el Arte. Pero, en fin, nada importa eso ahora.

Decía que lo conocí ya hace muchos años. Echando cuentas, sospecho que por aquel entonces tú todavía gateabas. Ya era entonces un hombre recio, de esos que en la corte llaman «de mala muerte». He tenido la suerte de escribir sobre la parca reiteradamente y puedo decir ya, en estas postreras horas de mi vida, que de mala nada tiene. Y menos cuando Diego, en una de sus fantásticas maniobras, es capaz de abrazarla con suave ternura.

Esto es, precisamente, lo que a la gente más asusta, su facilidad para convivir con ese esperpento que algunos temen más que a la propia vida. Déjame insistir en que yo, que ahora convivo a diario con ella, he aprendido a amarla gracias a la capacidad que él tuvo de mostrármela, contoneándose ante mí como una de esas chicas de burdel nocturno.

Mató a gente. Nadie va a negarlo ahora. Fue, en ocasiones, un hombre malo. Pero nadie lleva la maldad a cuestas. La maldad es un estado que te atrapa, como una arácnida tela, por un instante. Y es en ese instante cuando hay quien recula (cobarde como soy, inclúyeme en este pelotón) y hay quien da un paso al frente. Él pertenecía a este último grupo. Sin embargo, hay algo que lo diferencia del resto de sus integrantes. Nunca dio ese paso por nada que no fuese honor.

Y, ¿qué decir de su espada? Yo, que alguna vez intenté empuñar alguna con más pena que gloria, viví años intentando imitar el estilo desgarbado del capitán Alatriste. Mas ninguna presa anduvo tan lejos de mi capacidad como aquella.

También en ocasiones, aunque sean estas las menos, Diego tuvo la fortuna de amar. Pero, ¡ay, amigo! En este aspecto la valentía no estaba entre sus puntos fuertes, y se puede decir con tristeza que abundaron los fracasos. Pero él se levantaba, con el resurgir vigoroso del soldado, y afrontaba la vida fingiendo que nada le rompía el corazón.

Al que más amó, me atrevo a asegurar que casi tanto como a ti, fue al señorito Íñigo, el hijo de un antiguo pero noble amigo, quien, a pesar de las innumerables cuitas por las que atravesaron, vio en Alatriste poco menos que a un padre. No me cabe duda, y de esto no me doy cuenta sobre estas líneas, de que ese muchacho y, probablemente, tu recuerdo, le mantuvieron con vida en incontables ocasiones.

Sirvió a su país con destreza aunque con mala suerte. No me atrevería a definirlo como un patriota, pero sí como alguien que amó su patria. Poco le importó si contra el Turco. Poco le importó si en Flandes. Él arriesgaba su vida como quien se sabe poseedor del naipe exacto. El resto lo admiraban y, como yo, intentaban imitarlo. Ellos, al contrario que yo, no arrastraban cojera alguna, mas el resultado terminaba por ser igual de infructuoso.

No pretendo nada con esta carta que a él no le hubiera gustado que ocurriera, ademas me consta que quiso enviarte alguna parecida tiempo atrás. También sé que no la hubieras leído, rompiendo al instante su palabra y, por ende, eso que en él no se llama corazón. Espero que, por gracia divina, sí seas capaz de leer estas humildes frases para que, así, puedas conocer mejor a tu padre.

Él te amó, por mucho que tú no lo creas. Y es una de las pocas personas que conozco capaz de hacerlo esperando algo triste a cambio. Y quién me iba a decir a mí cuando lo vi por primera vez, tan desafiante y altivo, que eso que esperaba era destruirse la vida. Todo para que no aprendieras de él.

En fin, sin más me despido. En esta torre hace frío, y no están los recuerdos como para calentar el alma.

Un abrazo, querido.

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