Cuervos ingenuos

Café Central, 2010.

Madrid.

Era diciembre. Hacía frío y lloviznaba. No consigo recordar qué me llevó hasta allí, sólo sé que nada premeditado. Alguien me dijo una vez que resulta mucho más triste beber de tarde porque antes de las doce nadie ha decepcionado a nadie. No sé, puede ser. El caso es que llegué a la plaza de Santa Ana con un par de cervezas de más y un plan de menos. Podría mostrarme cursi haciendo alusiones a las estatuas que de Lorca y de Calderón han colocado en la plaza. Pero paso. Si él se entera, me pega un tiro.

Entonces recordé que, en los días que preceden a la Navidad, el Krahe solía encerrarse en el Central a recitar sus canciones para quien tuviera a bien escucharlas. Era pronto todavía, pero no se me ocurrió mejor lugar para resguardarme de la lluvia o la nieve o qué sé yo cuántos temporales. Conocía la metodología del mítico Café, así que elegí la zona que consideré idónea para observar al viejo, gintonic en ristre y lanza en astillero. Un tipo contaba historias que no le interesaban a nadie mientras el resto esperaba. Pronto (o, al menos, eso creo), el dueño exigió el pago de la entrada antes de echar el cerrojo. Para entonces, don Javier Krahe ya carraspeaba en el escenario con algún tipo de bebida similar a la mía en la mano.

Me pareció más joven, a pesar de apoyarse en las muletas por alguna lesión reciente. Yo ya lo había visto alguna vez en la Galileo, mas nunca tan cerca como entonces. Reía, porque siempre reía cuando nadie lo observaba. A su lado, su inseparable cuadrilla afinaba los instrumentos (o los acariciaban, tampoco recuerdo). Apenas habían transcurrido diez minutos de recital cuando ya todos los presentes nos habíamos plegado al intelecto de aquel hombre. Con su afilado verbo y su ebria sabiduría no estaba diciendo: «esto, queridos, es lo que nunca os mostraron». Habló de geómetras, de Aquitania, de un tal Ulises y su Odisea. Hubiera cambiado a todos los Homeros del planeta por aquel viejo de la elegante figura.

También pronto (o eso creo) terminó de cantar y la gente comprendió que no quedaba nada más que hacer allí que intentar imaginar la cultura que nunca tuvimos. Yo compré un libro con reflexiones suyas y me dispuse a vaciar en el baño las horas muertas previas al recital. Cuando hube acabado, subí las escaleras y me topé de bruces con él. Como un Quevedo también medio cojo me soltó algún chascarrillo para el que mis meninges no tuvieron respuesta. Como única reacción, tembloroso le acerqué su libro, ahora mío, hasta rozar la pechera.

-Mal sitio para firmar- dijo. Y a fe que lo era, pues las escaleras amenazaban con abalanzarse sobre aquel cuerpo frágil.

Dibujó unas botellas junto a una dedicatoria que siempre llevaré en el corazón. Supongo que le soltaría una sarta de gilipolleces propias del que ha sido sorprendido por algún momento que no ha de olvidar. Poco importa. Se marchó y yo me marché. Jamás pensé que no volvería a escucharlo recitar sus canciones (lo sé, es cursi, pero sabrá perdonarme).

Me largué por Huertas mientras entendía la táctica de aquel viejo: nos mostraba la idea durante un segundo, nos dejaba que la paladeásemos para, después, dejar que se esfumara con la misma elegancia con la que había llegado. Me eché la mano al interior de la trenca. Por suerte, su libro seguía allí.

Adiós, Krahe.

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Tragedia griega

Paris no puede evitar retorcerse al notar cómo un sudor frío le recorre la espalda recordándole inclemente que aquella guerra absurda había comenzado, simple y llanamente, por su culpa. Amaba a Helena con todas sus fuerzas y no se arrepentía en absoluto de haberla raptado, dejando al rey espartano como merecía, es decir, con un palmo de narices, pero ahora tenía que contemplar cómo su hermano Héctor se jugaba la vida frente a ese monstruo homosexual llamado Aquiles.

Como buscando auxilio, vuelve sus pasos y comprueba que Helena sigue allí, tan hermosa como siempre.

“Pase lo que pase, maten o no a mi hermano, siempre me quedará ella…”- se dice a sí mismo esgrimiendo un susurro cómplice.

Mientras, al otro lado de la muralla, Aquiles observa de arriba abajo al enorme y bello príncipe troyano, el famoso Héctor. Pronto comprueba que no le durará demasiado. Si su lesión de talón no da la lata más de lo debido, en un par de minutos habrá terminado con él.

Es entonces cuando recuerda a Patroclo. Su hermoso cabello, su voz dulce… no podrá perdonarlo jamás. ¿Quiénes son estos aldeanos para matar al hombre que más ha querido? Con parsimonia mira a su espalda. El campamento griego ruge, deseoso de sangre. 

Héctor se sabe ganador. La chiquillada de su hermano no justifica la invasión de estos imperialistas, empeñados en someter a cualquiera que no esté de acuerdo con su política centrista. Se mesa los cabellos. Observa al gran héroe.

– ¡Aquiles!- grita. Cuando éste eleva la mirada hacia Héctor, le devuelve un corte de mangas estudiado durante horas.

Justo después de aquel acto de rebeldía, acude a su mente la hermosa Andrómaca. En aquel repugnante lugar, solo y a punto de batallar, todavía puede oler la tersa piel egipcia de su mujer. Es prácticamente adoración lo que siente. Cuando acabe la pelea, no dudará en encerrarse con ella en su cuarto.

En el campamento griego, Agamenón se relame. Siente que por fin podrá conquistar otra colonia, la irremediable Troya. Un lugar perfecto para veranear, donde tendrá al alcance de su mano explotar el sector turístico que, a aquellas alturas de la civilización, tan poco aprovechado estaba.

– No te preocupes, querido hermano- le comenta al rey de Esparta con voz segura y firme-. No voy a dejar que el rapto de tu mujer, la preciosa pero algo suelta Helena, quede impune. Pronto podrás comer musaca más allá de aquellos muros.

– Eso espero, hermano- contesta Menelao-. Eso espero…

Paris desvía por fin su pensamiento de Helena y devuelve la vista al combate. Ha comenzado animado. Su hermano Héctor parece decidido, aunque la apatía de Aquiles le preocupa.

Justo en el instante en que Paris observa desde la muralla cómo Héctor parece alzarse con la victoria, la voz de vaya usted a saber qué diosa susurra algo al oído del ínclito Aquiles.

– Patroclo…- el nombre de su amado corre por las venas de Aquiles.

Segundos después, una espada se clava en el cuello de Héctor. Aquiles no siente nada más allá de la certeza de que su vida será, de ahora en adelante, la de un mercenario. Pero un mercenario victorioso, al fin y al cabo.

El campamento griego estalla en vítores. Mucho se tiene que torcer el partido para no llevarse la victoria. Agamenón aprieta los puños. Tiene a los pueblerinos a punto de caramelo. Pero más alegre todavía se encuentra su hermano, Menelao, imaginando la cantidad de obscenidades que podrá llevar a cabo con Helena cuando ésta vuelva a sus brazos.

Pero la verdadera tragedia se produce al otro lado de los muros troyanos. Desde allí, Paris asiste atónito a la muerte de su hermano, que se desangra como un cerdo rodeado de mirones que disfrutan con los últimos estertores del otrora apuesto heredero de Troya.

Pero lo peor no es la muerte de su hermano. Lo peor es que, en los últimos instantes de aquella malhadada escena, todos los protagonistas deciden que su último recuerdo irá dedicado a lo que tanto aman.

Héctor piensa en Andrómaca.
Aquiles en Patroclo.
Menelao en Helena.
Agamenón en Troya.

Sin embargo, él se gira y con un escorzo torpe evita derrumbarse ante la tensión vivida. Pronto alza la vista y observa a Helena, aquella a la que raptó con astucia, que se mantiene erguida y orgullosa como siempre, sabedora de que la guerra ha estallado gracias a ella.

Es en ese instante cuando cae en la cuenta de que no la ama. Descubre, como el que se golpea de pronto con el mástil de un barco, que todo ha sido un error y que ni siquiera desea el estilizado cuerpo de aquella mujer. Su juventud, risueña y traicionera, le ha jugado una mala pasada: no hay guerra más peligrosa que la que tú has elegido.

Todas las guerras del Mediterráneo acuden, de golpe, a la mente atormentada del joven Paris, haciéndole perder la razón por completo.

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